Sobre Movimiento continuo (1990), de Ernesto Ballesteros

por Rafael Cippolini

Nos queda claro que Ernesto Ballesteros juega con sus propios paradigmas tanto como con sus elementos recurrentes —teniendo en cuenta que componentes y referencias se mueven permanentemente en sus obras—, aunque sus temas (sus anclajes) sean casi siempre los mismos: una reversión personal de ciencia aplicada al arte, el juego y sus incertidumbres frente a la imagen, los sucesivos cambios de formatos, la fascinación con el proceso antes que del resultado, la incorporación de colegas en la factura de sus piezas, a veces solo estableciendo las reglas, aunque generalmente en estos casos suele sumarse como uno más.


En una antigua página web que hace mucho tiempo que no está en línea (quizá se reponga, no lo sabemos) diferenciaba en su producción dos períodos (dos pestañas del sitio virtual). El visitante podía elegir aquellas propuestas correspondientes a sus proyectos del siglo XX, o bien del siglo XXI. En la mínima biografía que acompañaba la disposición de las imágenes podíamos leer (cito de memoria por las razones obvias): “A partir del año 2000 disfruto de mi obra”. Dicho esto, la sospecha de la revisión y reformulación de muchos de sus tópicos sigue vigente.


A partir de sus nueve años, en simultáneo con sus clases en el Instituto Vocacional de Arte Labardén, asiste —como leemos en una de sus bios— al taller de pintura de Alberto Murillo, el cual solía supervisar Alberto Bruzzone. “[Ahí] recibe una enseñanza que sigue aplicando aún hoy en su actividad docente: dibujar las cosas desde dentro, sin bordes”. No menos cierto es que no lo hace solo en sus labores pedagógicas.


Ese desplazamiento de adentro hacia afuera suele articular la narración de sus procedimientos, los encadenamientos de sentido y experiencia que lo llevan de una obra a otra; sus singularísimos cambios de condición (y con esto volvemos a la dinámica creativa de sus parámetros).


A mediados de julio de 2024 intercambiamos audios de WhatsApp tratando de reconstruir la singularidad radical de la pintura que hoy forma parte de la colección. Si bien comparte el título de una de sus series tempranas, se separa mucho, tanto de su supuesta matriz como del resto de su producción. Reconstruyo el diálogo, haciendo foco en la voz del artista.


Otra presencia. “No mucho después, tomé contacto con Carlos Trilnik, que me hizo conocer el videoarte. Comencé a hacer dibujos de Vito Ver y su novia (Vito Verá, que era igual a Vito Ver, pero con pelo largo). Hacía las caras, y empecé a cropear, recortando y modificando partes del dibujo, que involucraban los cuellos de los personajes, las piernas, las zapatillas, que no llegaban a verse como abstracciones, pero el espectador debía concentrase más para descubrir que ‘ese puede ser un talón, y esto otro una pierna’, etc. Y los pintaba acercándome lo más posible a los colores básicos de la televisión. Usaba azul para las sombras, blanco para las luces, y brutas líneas gruesas en los bordes para evidenciar el zoom, el cropeo. Eran líneas de aproximadamente diez centímetros, bien gruesas”.


Evolución. “Después hice una instalación en el CAyC (Centro de Arte y Comunicación) que básicamente eran puntos. Los planteaba con la lapicera Rotring y después los ampliaba mucho. Un punto es una cosa ideal, no existe morfológicamente como tal; si fuera perfecto sería un redondel, pero nunca lo es. Así que había formitas que tendían a ser un punto, pero cuando uno se acercaba parecían continentes; me acuerdo de una que parecía la Antártida. Hice cuarenta y nueve de esas formas, de las que conservo unas cuarenta y cinco. Esas obras tenían los colores primarios”.


La serie. “La expo Inocentes distractores en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) fue en ese contexto, otra vez con los colores primarios de la TV, del video, que son el fucsia, el azul, el verde, y que entonces representaban la forma inferior de la espalda de la novia de Vito, el capitoné de un sillón, el costado de una casa y el horizonte de Vito Ver; la casa era una piedra alargada, un menhir muy finito. El título de serie que presenté en la oportunidad, El movimiento continuo, tiene que ver con los televisores de la época, de los chorros de luz proyectada desde el fondo del aparatejo, que incluso cuando la imagen estaba quieta igual había movimiento, esos puntitos típicos. Por eso, todas estas telas tienen ese recuadro curvo negro, asemejando a los viejos monitores de televisión, una suerte de cuadrado con una curvita”.


La excepción. “Inmediatamente después, hice una especialmente para presentar a un concurso. Con respecto al tamaño, las medidas eran las que establecía el premio, cuando lo presenté. Creo recordar que el premio lo financiaba la firma Manliba, que recolectaba la basura porteña en esos años, aunque no estoy seguro. Me imaginé entonces un papel que se caía de la recolección, que se escapaba, por eso están los adoquines rojos y el papel blanco como flotando en una mirada contra cenital”.


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