El lugar común

por Nancy Rojas
Curadora, docente y ensayista

Hacia 1926, en una carta dirigida a Luis Ouvrard, Antonio Berni manifestaba su mirada con respecto a una de las imágenes centrales del paisaje argentino: la de la pampa. Puntualmente le decía: “(...) esas pampas son unas drogas de anestesia para el espíritu, en cambio es el lugar para progresar técnicamente (...)”.1


A la luz de esta visión paradójica de la llanura argentina, que advertía en la extensión plana el germen necesario para el progreso, es posible ratificar el modo en que durante el siglo veinte las figuras de la ciudad y del campo fueron forjando numerosos y complejos despliegues, afines a la construcción de un imaginario nacionalista. Muchos de los abordajes historiográficos sobre los modernismos estéticos condujeron a sistematizar la polaridad ciudad campo, basada en una lógica que vinculaba la imagen de la ciudad con la idea de desarrollo, y la del campo con la de barbarie. Esta última connotación mutó más adelante, cuando el campo quedó sujeto a un aspecto bucólico, capaz de captar las tradiciones criollas.


Sonia Berjman afirma que estas interpretaciones conducen a una “oposición conceptual”, con la que se insinúa que “la ciudad está caracterizada por lo lleno, la cultura, el progreso, lo cerrado, el movimiento, el ruido, el cambio, el stress, la guerra...” y “el campo se califica como lo vacío, lo natural, el estancamiento, lo abierto, la quietud, el silencio, la permanencia, el relax, la paz...”.2 En muchas ocasiones, esta tendencia obturó la posibilidad de pensar los anclajes, las resonancias socio-económicas y los intercambios entre ambos elementos. Considerando que durante el siglo XIX la pampa constituyó un territorio inherente a la fatalidad de la conquista, el campo y la ciudad podrían ser leídos a partir de aquellos procesos que formaron parte de un mismo fenómeno, trascendental y heterogéneo, el de la modernización, con sus proximidades y distancias, antes que como dos universos completamente antagónicos. En este sentido, pensando en el contexto santafesino Adriana Armando señala que el “constante crecimiento de la ciudad ensanchó los suburbios, creó márgenes cada vez más empobrecidos y alejó los planos de tierra arada”.3 Situación que, antes que implicar una polarización de estas figuras dentro del debate modernidad-tradición, llevó a encauzar ciertas producciones artísticas hacia otras frecuencias panorámicas, diversificando y complejizando la noción de “llanura” en las obras.


Por otra parte, el campo y la ciudad son emblemas de un sistema de productividad que tempranamente auguró los destinos de la actual mirada capitalista. Y este es un factor que también implicó y deberá seguir implicando una mirada crítica hacia el modo en que se piensa y se construye ideológicamente el paisaje argentino.


Para los artistas, este género significó un espacio de imaginación y proliferación de una perspectiva vanguardista, donde no sólo se forjaron rupturismos visuales sino también filosóficos y políticos. Fue hacia mediados del siglo XX que el paisaje habilitó un experimentalismo total que registró una suerte de geografía perturbada, para mostrar que el paisaje iba a seguir siendo una de las claves estéticas para indagar tanto en la falta como en el exceso, en la realidad extrañada, utópica, completamente ficcionada, en la quietud y también en la mutación. Podemos hablar entonces de la existencia de otra esfera de producción, dentro de este género, destinada a obturar la noción idílica de paisaje colaborando asimismo con la difícil tarea de asumir un desvío en la concepción de naturaleza. Dentro de la Colección Pampa, la producción de Marcia Schvartz puede leerse en estos términos. Su “Nocturno”, de 1994, vuelve a traer la imagen del agua en el paisaje. En ella, la soledad insiste en la sordidez de una inmensidad rebelde y lunática, donde un personaje femenino carga de erotismo a esta representación de cualidades fauves. La obra de Schvartz erradica cualquier tipo de idilización situándose en el frenesí evocado por la materia a través de la intensidad cromática, y apelando a una corporalidad que copula con la tierra y que insiste en la potencia poética y política del marrón.


Schvartz, Marcia Nocturno 1994 Óleo Sobre Tela 140 x 160 cm

Con esta clave de color también trabaja Ana Clara Soler en una serie de pinturas que realizó en 2008, pero el procedimiento es diferente, porque en este caso el punto de partida es la penumbra, el negro absoluto. En esta serie, la artista pinta de negro sus telas para salir desde la sombra hacia la luz a través del color. Pero en “Sin título” también hay otra particularidad: la iconografía religiosa. Un germen narrativo que nos envía a las vinculaciones evidentes en las imágenes del nuevo realismo reveladas por el historiador Guillermo Fantoni, donde artistas como Antonio Berni elaboran sus relatos basándose en escenas de la historia del arte occidental, centradas en referencias cristianas.4 En este caso, Ana Clara Soler pintó primero una acuarela donde plasmó el relato y luego llevó a cabo la pintura. Una versión de la anunciación donde desde el centro de una laguna, un personaje sale al encuentro de la figura de un ángel. Su afirmación se asienta en las analogías arraigadas en las connotaciones existentes en el hecho de “salir del agua” a través de una táctica en la que se sale del negro hacia la luminiscencia, hacia el color.


Soler, Ana Clara Bienvenida 2008 Oleo Sobre Tela 105 X 130 cm

Tanto en la pieza de Marcia Schvartz como en la de Ana Clara Soler la noción canónica de paisaje estalla en una nocturnidad ominosa y tenebrosa, y lo hace configurando un estado pictórico cercano a la fluorescencia.


Con una clave más abstractizante, dentro de la Colección Pampa podemos situar la mirada en otro nocturno: “La noche”, 1963, de Jorge de la Vega. Un cuadro informalista que forma parte de su serie “Bestiario”, donde lo lúgubre se hace presente no sólo a través del uso del negro y de la gestualidad, sino también en la presencia de un monstruo que flota en la superficie. Un monstruo que, como en el caso de los personajes de la pintura de Ana Clara Soler, también emerge de la oscuridad.


De la Vega, Jorge La Noche 1963 Óleo Sobre Tela 81 X 100 cm

Pero el nocturno como género estético abordado desde un punto de vista terrenal no constituye el único espacio desde donde plantear una visión más reservada del paisaje. Los trabajos que refieren a las nubes, a lo supraterrenal, también forman parte de lo que Victoria Cirlot identifica como el “imaginario negativo de la nocturnidad”,5 donde históricamente lo inconmensurable está asociado a lo que no se conoce, a lo que no se puede alcanzar de modo visible.


Rosario Zorraquín se basa en la figura de las nubes. Un patrón que justamente para Cirlot conforma uno de los soportes elementales para activar la imaginación. A partir de un estudio de nubes desarrollado por el artista Johann Georg von Dillis entre 1800 y 1820, esta teórica advierte que de las nubes se aprende la “disolución de las formas”, “cómo se generan las formas de lo informe y cómo se disuelven las formas y, con las formas, como se disuelven las identidades”.6 Las “Nubes”, pintadas por Zorraquín en 2010, condensan grados de posibilidad y de mutación pictórica en tanto están sujetas a la compresión y explosión al mismo tiempo. Y desde esta impronta material asumen la fuerza surreal como condición de su temperamento subliminal. Podemos apuntalar que el componente performativo de esta obra pone en foco una tradición específica de la pintura, aquella que busca lo trascendental fiándose de la anarquía de las veladuras y augurando momentos de disipación, de chorreado y de mancha permanente.


Zorraquin, Rosario Nubes 2010 Acrilico sobre tela_Alta

Otra proyección de esta misma perspectiva nos conduce al “Cosmos” de Fernanda Laguna, que forma parte de una serie de trabajos realizados en 2008. También integra este imaginario de la nocturnidad pero aquí hay una cualidad distinta. El soporte de la imagen es agujereado y esta rotura le devuelve una extensión de vacío a esta pieza. El uso de una paleta de marrones presagia un cosmos no necesariamente afirmado en lo celeste, sino más bien en una dimensión terrosa, que lo aúna paradógijamente con el interior de la tierra.


Laguna, Fernanda Cosmos 2008 Técnica mixta sobre tela 65 X 140 cm

Podría tratarse entonces de un cosmos terrenal que, en el marco del esteticismo trash característico de Laguna, sugiere lo común, la no grandilocuencia, la irregularidad y la poesía excéntrica.


Por ende, en los desarrollos del arte contemporáneo el paisaje como construcción hoy tiene numerosas derivas. Para algunos artistas no cabe una visión sedante y bucólica, sino un enfoque oscuro y quimérico, donde el orden no está sujeto a lo colosal sino a la nocturnidad, a lo otro, al erotismo de los colores y de la forma disuelta, a la fusión entre las corporalidades humanas y no humanas y, a veces, entre la tierra y el todo supraterrenal. Es desde este plano que podemos afirmar que estas obras buscan una representación de la naturaleza, sino a una vivencia pictórica de la misma. Hace unos cuantos años Donna Haraway señalaba:


“(...) la naturaleza no es un lugar físico al que se pueda ir, ni un tesoro que se pueda encerrar o almacenar, ni una esencia que salvar o violar. La naturaleza no está oculta y por lo tanto no necesita ser desvelada. (...) No es el «otro» que brinda origen, provisión o servicios. Tampoco es madre, enfermera ni esclava, la naturaleza no es una matriz, ni un recurso, ni una herramienta para la reproducción del hombre”.7


La autora propone pensar a la naturaleza como el “lugar común” que resulta de las “interacciones entre actores semiótico-materiales, humanos y no humanos”.8 Es desde este punto que se puede pensar en este entramado de piezas como una mirada posible para ejercer fugas de cualquier noción que implique la representación purificada. Justamente para apelar a otra mirada sobre la naturaleza que lleve, inclusive, a un ejercicio de desromantización del paisaje, capaz de reflotar la vigencia de una naturaleza más queer, más diversa, de fusiones y no de separaciones. Un desvío donde se pueden encontrar semejanzas inadmisibles y espacios abyectos, urdimbres y tramas inconclusas, tierras apagadas y desmembradas, performatividad pictórica y sígnica, pero también pausa y alteridad, como sucede en el site specific “El descanso”, 2015, de Nushi Muntaabski.


Muntaabski, Nushi El Descanso 2015 Cerámica sobre pared superficie 12 m2.


1 Antonio Berni, carta a Luis Ouvrard fechada en Segovia el 2 de junio de 1926, manuscrito inédito, Archivo Ouvrard. Citada en: Ouvrard: pin- turas y dibujos 1916-1986, Rosario, Editorial Municipal de Rosario, Iván Rosado, 2016, p. 21.

2 Sonia Berjman, “Buenos Aires: el campo y la ciudad”, en: Ciudad / Campo en las Artes en Argentina y Latinoamérica, III Jornadas de Teoría e Historia de las Artes, Buenos Aires, CAIA, 1991, p. 21.

3 Adriana Armando, “Silenciosos mares de tierra arada”, en Studi Latinoamericani, Udine, CIASLA/FORUM, núm. 3, 2007, p. 373.

4 Cf. Guillermo Fantoni, Berni entre el surrealismo y Siqueiros. Figuras, itinerarios y experiencias de un artista entre dos décadas, Rosario, Bea- triz Viterbo, 2014.

5 Victoria Cirlot, Imágenes negativas. Las nubes en la tradición mística y la modernidad, Viña del Mar, Mundana Ediciones, 2017.

6 Victoria Cirlot, “La visión y la creación artística: de Hildegard von Bingen a Max Ernst”, conferencia dictada en el marco del V Encuentro Arte Pensamiento, Santa Cruz de Tenerife, Fundación Cristino de Vera, Espacio Cultural CajaCanarias, 27 de noviembre de 2014. Disponi- ble en: https://youtu.be/Larf70Xclww

7 Donna Haraway, Las promesas de los monstruos: una política regeneradora para otros inapropiados/bles, Buenos Aires, Libros de la mala semilla, 2015, p. 8

8 Op. cit., p. 13.

Nancy Rojas (Rosario, 1978) es curadora, docente y ensayista. Realizó numerosos proyectos de investigación, performativos y de curaduría, y co-fundó espacios como Roberto Vanguardia (2004-2005) y Studio Brócoli (2006-2014). Ofició como curadora de programas expositivos institucionales como el Salón Nacional de Artes Visuales en la Casa Nacional del Bicentenario (2019), la Quincena del Arte de Rosario (2019) y el espacio Isla de Ediciones de arteBA (2018), y como curadora general del museo Castagnino+macro (2012-2013), donde también estuvo a cargo del Programa de Adquisiciones con el que se formó la Colección de Arte Argentino Contemporáneo (2004-2011). Curatorialmente, también llevó adelante exhibiciones en galerías y museos ensayando algunos de los cruces sintomáticos del presente entre la cultura queer, sus derivas micropolíticas y las imágenes contemporáneas. Es autora de Mugre severa, publicado por la editorial Caracol (Buenos Aires, 2021) y de ensayos e investigaciones publicados en medios gráficos, catálogos y libros de editoriales argentinas. En 2007 obtuvo el Premio José León Pagano a la muestra colectiva de artistas nacionales de la Asociación Argentina de Críticos de Arte, espacio del que actualmente forma parte.


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