Sobre Hamburg (1987), de Guillermo Kuitca

por Graciela Speranza

A la ciudad de Hamburgo no le faltan atributos para destacarse en el gran planisferio del mundo. Es una de las más pobladas de Alemania y el segundo puerto más importante de Europa. En el centro de la ciudad, dos lagos artificiales embalsan las aguas del río Alster y unos dos mil trescientos puentes atraviesan sus canales, más que los de Venecia y Ámsterdam juntas. Devastada durante de la Segunda Guerra Mundial, volvió tozudamente a levantarse, y sigue vibrando hoy bajo la niebla nórdica, con las sirenas de los barcos y el graznido de las gaviotas que se imaginan mirando el plano.


Pero es probable que nada de eso cuente en la elección de Hamburgo en Hamburg (1987), entre las copiosas series de planos de ciudades y hojas de rutas que Guillermo Kuitca pintó desde fines de los años 80. Cierto que el joven Kuitca viajó a Alemania por primera vez a principios de esa década, siguiendo a la compañía de Pina Bausch que lo había deslumbrado en Buenos Aires y dejaría una clara huella en su obra. Imaginó entonces que, como los bailarines que renunciaban al ballet clásico para sumarse a la danza personalísima de Bausch, también él podría renunciar a la pintura que cultivaba desde niño; quizás incluso “bailar la pintura”, como Isadora Duncan quería “bailar un sillón”. Llegó justo a tiempo para ver la última función de Bandoneón de Pina Bausch en Wuppertal. Y aunque también es cierto que unos años más tarde visitó Hamburgo, las elecciones que guían su cartografía personal casi nunca dependen de rastros biográficos, ni de ecos históricos o políticos.


El primer plano fue de Praga en 1987 y, de ahí en más, pintó mapas de ciudades de todas partes, planos urbanos con manzanas demarcadas por huesos, espinas, agujas, cubiertos o espadas, hojas de rutas de Italia, Afganistán o China, y hasta mapas estelares, en un atlas proteico y proliferante compuesto al azar, por la sonoridad de los nombres de las ciudades, los colores, las formas, o simplemente la textura visual de la trama de líneas, signos y palabras. Después de sus primeras series de principios de los 80 — Nadie olvida nada con sus camas y mujeres de espaldas, los teatros de El mar dulce y Siete últimas canciones—, el mapa se reveló como una imagen paradójica infinitamente apropiable, la representación más precisa del mundo y a la vez la más abstracta. Un venero mudo de metáforas. Arrobado frente al mapa en la tela como si nunca antes nadie lo hubiese pintado, Kuitca lo sumó a su vocabulario discreto y restó la presencia humana. Y aun cuando a comienzos de los 90 los mapas parecían haber desaparecido en su obra, volvieron una y otra vez como un material inagotable, como son inagotables las calles y las rutas que surcan el mundo, o las conmociones y estallidos que lo sacuden.


Pero por algún motivo (¿ecos del legendario nacimiento de Los Beatles en San Pauli, el barrio canalla de esta misma ciudad?), Hamburgo reapareció en muchas obras como un ritornelo, se coló en otras series, se destacó en el centro de la tela de araña que las rutas tejen sobre el mapa, se duplicó desvaída en un díptico dorado y plateado, se fundió con su clásica planta de departamento, y hasta fue la elegida en su Coming (1989), en la que él mismo compuso el progresivo distanciamiento de su pintura desde la intimidad de las camas, los departamentos y los teatros, hasta la figuración abstracta de los planos de ciudades y las hojas de rutas.


Hamburg (1987) es en ese recorrido una obra elocuente, testigo del pintor que va de una serie a otra, afina su repertorio, se reinventa en cada avance y, sin embargo, no olvida nada. La copia del plano de la ciudad es fiel, con un recorte seguramente alentado por la geometría quebrada de las viejas calles del centro, y también por los planos celestes de los canales y el lago, que interrumpen la textura gris y maciza de la grilla urbana con el oleaje sugerido de las masas de agua. Pero si se observa bien, hay dos apariciones que lo alejan de su representación convencional y lo transforman. Kuitca lo hace inconfundiblemente suyo con una aguada en la parte inferior que lo espeja y le da tridimensión al conjunto, como si se tratara de un escenario en el que dos sillas arrancadas de sus teatros vinieran a poblar la ciudad en una escena dramática. Pero hay otra aparición casi surreal aún más curiosa. Una diminuta mujer de espaldas de las que poblaron Nadie olvida nada suspendidas en el aire, aparece aquí sumergida en el lago. Kuitca solo deja la escena preparada con el plano duplicado, deja a la mujer medio sumergida en el agua, deja una silla en pie y otra caída, y no dice nada. En esos leves corrimientos que hacen que un mapa siga siendo un mapa y sin embargo se transfigure, anida el misterio persistente de la pintura de Kuitca, que puede hacer que una escena cobre forma, que el principio o el final de una historia apenas se insinúen, que la tela sea mapa, teatro y narración esquiva, sin salir del puro plano resistente de la pintura.


Prodigios del arte. Algunos años más tarde, en Naked Tango (After Warhol) (1994), Kuitca pudo incluso bailar la pintura.


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